Los años tejidos

Escrito por Anna Gum, Elie Brown, Rosey Pineda, y Lucy Leness

Class of 2025 & 2026

     Afuera de mi casa, los árboles frutales están floreciendo. La lluvia frecuente de mayo nutre el crecimiento dulce y nuevo. Los árboles crean lugares de sombra fresca, y mi madre se sienta debajo de un árbol de granada. El tronco está curvado, pero sus raíces penetran firmemente en la tierra. Las hojas delicadas flamean en el viento impaciente, pero nadie se mueve. Mi madre inclina su espalda contra el tronco, y el tronco la sostiene con agradable bienvenida.

     Con las manos, mi madre agarra la tejedora vieja. La madera está pulida y lisa por las muchas manos y brilla en el sol de la tarde de primavera. Mi madre ha tejido con esta tejedora por muchos interminables años. No recuerdo ni una vez a mi madre sin la tejedora. Todos los días, ella se sienta debajo del árbol e hila. Se despierta con la primera luz del día y envuelve sus hombros con un chal suave y caliente. Traspasa la puerta de la cocina y camina hacia el huerto de árboles frutales. Se sienta y teje. Sus dedos se mueven rápidamente, alrededor de las líneas y los espacios del hilo. El hilo delicado vuela de lado a lado, y cada día, la tela tejida crece  a sus pies. Mis hermanos y yo tocamos los nudos del hilo y ella nos explica cómo las partes infinitas se juntan para hacer una pintura más grande.

     A las abejas se les caen las gotas del polen y mi madre las teje en su tejedora. Ella teje los pétalos caídos en el suelo como confetis rosa y lila;  los pétalos parecen una celebración, tejidos en la tela de mi madre. Mis hermanos y yo corremos desde el bus escolar amarillo todas las tardes, y mi madre teje nuestra risotada en la tejedora. Ella teje las gotas pesadas de lluvia y las briznas de la hierba debajo de nuestros zapatos.

     Durante el verano los árboles dan fruto, nunca había visto tanta fruta en mi vida. En el aire, huelo la fragancia de las limas -fuerte y limpia-, de las granadas – brillante y alegre-, de los mango – dorada y alegre-. Las semillas de las granadas parecen rubíes y el jugo nos mancha la boca y los dedos. Mis hermanos prueban las limas animadamente y nos reímos al ver sus caras arrugarse por la acidez maravillosa.

     El huerto es un mosaico de color, sabor, luz y vida. Cuando trepo al árbol de mango, siento el poder en mis piernas, y la adrenalina que tamborilea en mí corazón. El sol alumbra las hojas del árbol al atardecer, y solo pienso en ls fruta que brilla como soles pequeños, fuera de alcance. Lleno mis brazos con fruta, y traigo tierra para mis hermanos y mi madre. Mi madre encuentra las semillas, esparcidas en el suelo, y ella las teje en la tejedora.

     Un día lluvioso y melancólico, hubo un viento fuerte. Se llevó la mayoría de la fruta de las ramas. Los mangos, las limas y las granadas caen y se magullan en la ira de la tormenta. Mis hermanos y yo lloramos— temblamos, y mi madre solo llega a darnos abrazos. Ella seca nuestras lágrimas delicadamente con la tela de su tejedora, y nosotros rescatamos la poca fruta del suelo. Al encontrar las semillas, juntamos las pepitas y las sembramos en la tierra con la esperanza de que algún día vuelvan a florecer. Mi madre toma las cáscaras y el jugo de la fruta incomestible de aquel día y los teje en la tejedora.

     Llega el otoño y las hojas de los árboles empiezan a caer. Nosotros las juntamos en montones grandes, brincamos en las pilas enormes una y otra vez y las rehacemos hasta que nos cansamos. Mi madre teje las hojas vibrantes en su tejedora. Su tela parece imposiblemente larga. Algunas noches, nos echamos en el césped fragante y las mariposas amarillas bailan en el aire del crepúsculo y aterrizan en los caballetes de nuestras narices. Miramos las estrellas y las constelaciones; la luz de las estrellas ilumina los ojos profundos de mi madre. Las estrellas parecen muy distantes, pero veo a mi madre tejiendo la cola luminosa de una cometa a lo largo de su tela. 

     Los días se hacen más fríos y más secos. Mi madre continúa sentada bajo el árbol, ahora  sin fruta. Su espalda está rígida y sus dedos doloridos. Sus ojos están agotados, y a veces veo cómo la cabeza sube y baja en el duermevela. Cuando la miro de cerca, veo unas manchas de plata en el pelo lustroso de ella, y me olvido de que el tiempo pasa corriendo.

     Una noche de invierno insoportable, mis hermanos y yo temblamos de frío.  Nos agarramos uno al otro para compartir el calor que se debilita entre nosotros. Sin embargo, en el momento más glacial, veo a mi madre. En la oscuridad, ella corre hacia al árbol, sin flor, sin fruta, solo un palo seco. Recoge la tela larga, infinita en sus brazos y empieza a tejer, vivamente, en medio de los escombros de la tormenta que la rodean.

     La tela, aquella que mi madre tanto adora, se adorna con millones de colores y recuerdos. Los hilos de la tela se mueven por su propia voluntad. Mi madre regresa y nos cubre con sus brazos. Arropados con aquella tela tan delicada hecha por las manos de nuestra madre, sentimos el calor que tanta falta nos hacía esa noche. El viento furioso gritaba, pero mis hermanos y yo, sin preocupación, encontramos una comodidad cálida en la tela tan mullida como los pétalos de las flores silvestres de la primavera o la pulpa de un mango en un día de verano. La tela nos abraza con el amor de nuestra madre.