Pues teníamos que seguir caminando hasta que encontráramos el parador que demoraba aparecer. Una vez allí, descansaríamos unos minutos y luego poco más quedaría para llegar a la cabaña. Ya habíamos subido casi toda la colina y la espesura de los árboles sobre nosotros entreveía la luna que manchaba de blanco las nubes. Aquí, por donde caminábamos había una oscuridad silenciosa, quizá demasiado, que hacía evidente nuestros pasos en las hojarasca. Con Ezequiel estábamos igual de cansados, pero a él lo animaba la culpa porque había sido su idea la de no dormir en el pueblo. Quería pasar la noche con nuestros compañeros que se habían quedado preparando el fuego.
Habíamos bajado por la tarde para conseguir las cosas que necesitábamos, cervezas, papas. Entre el pueblo y la cabaña había una hora, así si nos agarraba la noche, problema no había, teníamos las linternas. Pero no contábamos con lo que, una vez en la tienda del pueblo, dos señoras de unos setenta años nos confesaron. Hasta no hace mucho, ellas vivían cerca de donde parábamos pero abandonaron la montaña porque una noche la casa que habitaban “fue marcada”, nos dijeron. La charla nos retrasó y ahora Ezequiel lideraba la caminata rápida contra la oscuridad y las dudas de esos que “marcaban casas”, como me dijo mientras miraba hacia atrás, cuesta abajo, como si nos siguiera alguien.