Pues teníamos que seguir caminando hasta que encontráramos el parador que demoraba aparecer. Una vez allí, descansaríamos unos minutos y luego poco más quedaría para llegar a la cabaña. Ya habíamos subido casi toda la colina y la espesura de los árboles sobre nosotros entreveía la luna que manchaba de blanco las nubes. Aquí, por donde caminábamos había una oscuridad silenciosa, quizá demasiado, que hacía evidente nuestros pasos en las hojarasca. Con Ezequiel estábamos igual de cansados, pero a él lo animaba la culpa porque había sido su idea la de no dormir en el pueblo. Quería pasar la noche con nuestros compañeros que se habían quedado preparando el fuego. 

Habíamos bajado por la tarde para conseguir las cosas que necesitábamos, cervezas, papas. Entre el pueblo y la cabaña había una hora, así si nos agarraba la noche, problema no había, teníamos las linternas. Pero no contábamos con lo que, una vez en la tienda del pueblo, dos señoras de unos setenta años nos confesaron. Hasta no hace mucho, ellas vivían cerca de donde parábamos pero abandonaron la montaña porque una noche la casa que habitaban “fue marcada”, nos dijeron. La charla nos retrasó y ahora Ezequiel lideraba la caminata rápida contra la oscuridad y las dudas de esos que “marcaban casas”, como me dijo mientras miraba hacia atrás, cuesta abajo, como si nos siguiera alguien.

 
Comencé a agitarme apenas sentí la cuesta empinarse, la verdad es que no recordaba esta parte del camino, al menos de bajada no parecía tan empinado, aunque, claro, un camino en una dirección puede ser bastante distinto si se lo recorre en la otra. Por lo pronto, no quería asustar a Ezequiel, quien no paraba de mirar hacia atrás. La conversación de las señoras todavía rondaba nuestro viaje. Me arrepiento de no haber preguntado qué era eso de las marcas, ¿por qué asustaban tanto? ¿Eran cruces pintadas de rojo sobre la madera de la puerta? ¿Qué habían hecho estas señoras para que se las pusieran justo allí? No había tantas casas por esta zona como para que se necesitara identificarlas, al menos no habíamos visto ninguna. Habíamos llegado por el otro lado de la colina, por un sendero que conectaba directo a la Ruta 40. 
 
Aminoramos la marcha considerablemente y todo indicaba que llegaríamos de noche. Ciertos ruidos comenzaron a hacerse presentes, tal vez por la penumbra que aprestaba al merodeo el ánimo de los animales. Leí tiempo atrás que esta era una zona en la que se cazaban muchos osos, tanto que habían desaparecido, incluso antes de que el pueblo de abajo fuera pueblo. Se contaban leyendas, algunas que justificaban el exterminio, como la de una familia de osos que antes de que se permitiera la caza, se había comido a un grupo de leñadores. Esos ruidos no eran gruñidos de oso. También leí sobre los lobos que habían sorteado la presencia de cazadores migrando hacia el sur, a laderas inaccesibles, de esa tantas que existen en la frontera con Chile. Esta no era una de esas pero ¿la falta de pobladores podría anunciar la vuelta de estos perros salvajes? Ezequiel se detuvo y me avisó que hiciera lo mismo. La hojarasca nos ponía en evidencia dijo. Se notaba que algo había visto. Era un tipo pendiente de todo, siempre anticipando sorpresas, un paso adelante.
 
Fue cuando Ezequiel volvió a mirar cuesta abajo y las vio. Eran las señoras que subían, cada una arrastrando su bolsa negra, abultada, con una fuerza que parecía no salir de ellas. Eran leñadoras, como supimos luego, las dos últimas que quedaban en el área y habían sido desalojadas por la compañía que hoy era dueña de estas tierras. Subían productos para la despensa, el parador en el que esperábamos descansar por unos minutos y continuar hacia la cabaña. La despensa serviría a los turistas como nosotros que la compañía dueña de estas tierras esperaba pronto. Hacia el costado de la despensa, nuevos bungalús asomaban sus techos rojos presagiando un destino nuevo para estas tierras que nosotros mismos estábamos forjando. Las señoras nos sonrieron y siguieron camino por la cuesta.