Hija—

Es el primer día del décimo grado de la niña. Es otoño, y el calor mortecino le recuerda  su creciente emoción. A ella le encanta la escuela porque es el lugar donde siente que pertenece; nunca disfruta planear su boda con las otras chicas, y después de un tiempo, cada conversación sobre el chisme de las celebridades y su pelo parece igual a la anterior. En la escuela, ella puede imaginar  su futuro sin un esposo, un futuro brillante donde los hombres la escuchan y no la ignoran como en sus clases ahora. Por eso, espera el año escolar que viene. Esa es la razón de su anticipación de este año.

Mientras entra al edificio, reposando sus nuevos cuadernos en su pecho, ella se da cuenta de las parejas tomándose de la mano, los chicos que miran atentamente los cuerpos de las chicas y cómo encaja su ropa, y los chicos tragas que son empujados e intimidados por sus intereses.

¿A dónde pertenezco? Ella se pregunta.

“Me pregunto qué clase tengo primero”, ella se dice a sí misma. La niña mira hacia abajo, su horario. “Espera…no parece correcto”. En vez de sus clases de ciencias y negocios e ingeniería, su horario dice que está en la clase de cocina, planificación de familia, literatura y una recomendación para tomar la costura lo antes posible. Se dirige a la oficina de matrícula, pero cuando se acerca, escucha una voz enojada y alta.

“¿Qué quieres decir con que no puedo tomar matemáticas? Me inscribí en esta clase y voy a esta escuela como cualquier otra persona. ¡Soy incluso más inteligente que mi hermano y él tomó esta clase el año pasado!” Enfrente del mostrador de la recepción, una chica se para. Ella parece mayor, madura y segura. Y muy enojada. La niña mira y espera en la esquina, un poco aterrorizada.

“Estás actuando de manera muy irrazonable y emocional. Si no te calmas, no puedo ayudarte”, dice la mujer de la administración.

“No me importa. Es absurdo. Se me debería permitir tomar cualquier clase que quiera, especialmente porque quiero ser científica”, contesta la chica. La niña observa con asombro y con los dedos descansando sobre la clavícula.

“Nunca serás una científica. Con esta actitud tendrás suerte si consigues un marido. Ve a ver al director de la escuela”. La chica se aleja con actitud como las tormentas en el mar.

La niña se mueve a través de sus clases entumecida, asustada de que sus esperanzas y sueños se rompan. Cuando llega a casa, no tiene apetito y está distraída toda la noche, mirando el espacio.

“¿Qué te pasa cariño?” dice su madre, acariciando su pelo.

“Nada. Pues…solo es que no puedo cursar las materias que quiero. Y un profesor le dijo a una chica que no va a poder ser científica”.

“Hija, el futuro para ti es ser madre y esposa. ¿Por qué quieres más? ¿No quieres ser como yo? Soy muy feliz con mi vida; es simple y siempre tengo las personas que amo cerca de mí.  Es la vida para las mujeres. Mira mi collar, representa la vida que tenemos de belleza y riqueza sin trabajo. Aquí está, tómalo”. La madre le pone el collar alrededor del cuello de la niña, le da un abrazo y una breve sonrisa, y tararea en su camino de regreso a la cocina.

La niña solloza y agarra el colgante de oro atado alrededor de su cuello como un collar, lo que la encierra en su destino.

Madre—

Es el último día caluroso de octubre cuando la madre toma una decisión sobre el futuro. Ha pasado la mañana lavando platos y ropa, y sus manos están rojas y agrietadas. Mientras las magdalenas se inflan en el horno, la madre se pone la loción que huele a vainilla y especias en su piel enojada.

La casa está limpia, llena de luz. La madre mira fijamente su dominio con nada más que satisfacción severa y una esperanza de que sus hijos disfrutarán las magdalenas.

La puerta se cierra de golpe. Dos hijas chillan de risas, pero la voz de la hija mayor permanece ausente. No hay quejas de rutina sobre los problemas con su mejor amiga o la prueba que le fue mal o los profesores que no entienden su creatividad. En cambio, solo hay sonido de sus pasos en las escaleras y su ausencia cuando las hijas menores vuelan a la cocina, con sus narices como guías.

La madre las saluda con dos besitos, dos abrazos y dos magdalenas, sonriendo mientras le cuentan las historias embellecidas de su día escolar. Finalmente, interrumpe un cuento particularmente dramático.

“Voy a hablar con su hermana mayor”, dice la madre.

La habitación de la hermana mayor está bloqueada por una puerta blanca, adornada con pegatinas y un letrero que marca su primera rebelión de adolescencia con las palabras: ¡¡NO ENTRE!! La madre toca la puerta de todos modos.

Cuando sale la voz de su hija, oye las lágrimas entre sus palabras. “Pasa”.

Dentro de la habitación, la hermana mayor se ha refugiado entre las sábanas y mantas de su cama, su cuerpo acurrucado y su cara manchada de lágrimas. Está llorando, pero sus ojos están encendidos con enojo. La madre se sienta en el borde de la cama, acariciando la cabeza de su hija.

“¿Qué pasa?” pregunta.

Su historia es larga. El día empezó normal, como cualquier día del séptimo grado— la tutoría, en que la hija habló con sus amigas y por fin terminó su tarea, la clase de matemáticas, donde no entendió ninguna palabra. Sin embargo, al final del día escolar, fue a la clase de literatura, en la que se suponía que iban a hablar de un libro. En cambio, el debate casual se convirtió en una pelea acalorada, sobre temas del sexismo y derecho de mujeres, entre la hija y casi todos los chicos de su clase.

“Y las chicas”, la hija lamenta, su voz llena de enojo. “No dijeron nada. Se quedaron sentadas allí, escucharon a los chicos diciendo que ‘la mujer no debe trabajar’ y ‘no es sexista decir que las mujeres y los hombres tienen papeles diferentes’, y se quedaron calladas. Y ahora, todos los chicos están insultándome y riéndose de mí”.

Mientras habla, la madre mira el collar de oro que reluce con la luz mortecina, apretado en el cuello de su hija. Es larga su historia, pero también es tan familiar que chupa el aire de los pulmones de la madre, una sensación fría desgarrando a través de su barriga. Recuerda a los chicos de su adolescencia, las lágrimas a su propia madre y el anillo que vino demasiado temprano.

“¿Y qué vas a hacer?”

La madre se sorprende a sí misma con las palabras, pero cuando encuentra la mirada de su hija, sabe que no había una pregunta mejor. Las emociones en los ojos de la hija se desarrollan, hasta que contienen un fuego de enojo, travesura, rebelión, esperanza.

“Algo”, dice la hija. “¿Me vas a ayudar?” “Claro que sí”. La sonrisa de la madre es amplia y auténtica.

Abuela—

Ahora me siento en el sofá desgastado y siento el calor de la brillante chimenea. Hay un plato de magdalenas a mi lado, pero la mayoría de ellas está desaparecida por las astutas manos pequeñas. Por fin, puedo descansar.

Ahora, veo a mi hija mayor, que más y más se parece a mí con el pasar de los años. Hay arrugas alrededor de su boca que cuentan una historia de sonrisas grandes y conversaciones difíciles. Su pelo encanecido muestra su vida plena de aventura y lucha. Sin embargo, el premio de su vida está sentado en su regazo.

Cuando veo esa pintura, recuerdo que tengo el éxito más grande que existe en el mundo.

Mi nieta tiene casi diez años. Su pelo rubio brilla con la luz trémula del fuego de la chimenea y sus ojos de un castaño cálido muestran el amor total cuando ella mira a su madre.

Mi nieta me trae un libro. No es un libro que ya leí, es algo nuevo. La protagonista es una niña que sueña sobre su futuro; un futuro pleno de alegría, éxito e igualdad. Sueña que sería una astronauta o una doctora o una presidente. Era un regalo de mi hija.

Mi nieta dice, “Mi mamá dijo que esta seré yo un día”.

Sé que no es una madre perfecta. En secreto, quería que mis hijas fueran madres porque ellas son amores de mi vida y quería lo mismo para ellas. Sin embargo, mis hijas me enseñaron la importancia de la independencia. Ellas me inspiran cada día con sus luchas, ya sea por la oportunidad de ir a la universidad o por su papel en el trabajo. Ellas también me inspiran con su maternidad. Tienen la fuerza que nunca he tenido. Crían a sus hijas para liderar el mundo.

En la esquina de mi vista, veo a mi nieta jugando con el collar de oro que todavía adorna el cuello envejecido de mi hija mayor. Aún ahora, cada vez que veo la joya de mi madre y mi abuela, recuerdo el momento cuando mi hija me preguntó si sería capaz de hacer lo que quisiera en la vida. Siente como si hubiera pasado hace mucho tiempo. Mi hija sonríe y dulcemente pone el collar al cuello suave y puro de su hija.

Ahora veo a mi nieta perfecta, con esperanza en sus ojos y un sentimiento de inocencia incorrupta en su alma, y por fin estoy completamente segura que ella nunca va a cuestionar su papel en el mundo.