– Dime, hija. ¿Recuerdas la primera vez?

– No, papá. No la recuerdo.

La niña arrugó la frente, pensando.

–Creo que… No, esto era un producto de mi imaginación, estoy segura.

– Dímelo, amor. Y si ha sido un sueño, mejor.

La niña cerró sus ojos y empezó a hablar: 

– Era un día ventoso. Las flores en el cabello de las mujeres se ondulaban en el aire. Me habías preguntado que quería hacer y te dije que quise ir a la plaza de toros. Solo tenía seis años, no sabía que pasaría en esta plaza de horrores–de maravillas. Podía ver el miedo en tus ojos cuando te dije mi deseo, y por eso, lo quise más. Compramos nuestras entradas y caminamos por el túnel ancho. Entramos en la luz brillante de la plaza. Encontramos nuestros asientos. De repente, un anunciador empezó a gritar por el micrófono.

– Papá, esto no sucedió, estoy segura. Por favor, ¿podemos seguir caminando?

– No, hija. Continúa.

Los dos siguieron sentados en la sombra afuera de la plaza antigua y la niña suspiró y siguió:

– De repente, un anunciador empezó a gritar. El espectáculo estaba empezando. Yo no sabía que estaba pasando, solo que un animal inocente estaba confundido y espantado…y de repente, sangrando. Escondí mi cara en tu chaqueta. En algún momento, te miré y pusiste la cara como una piedra de un millón de años: fijado, resignado, y cómo si hubieras estado en el mismo lugar toda tu vida y supieras que nada iba a cambiar, nunca.

En ese momento, mi di cuenta de que algo realmente malo estaba pasando allí abajo. Los animales que había visto por los parques y en las calles eran amables, monos, tal vez a veces hambrientas o un poco agresivos, pero nunca así. Nunca gritando por su vida. Pude oír el grito en tus ojos, que, de repente, ¡cambiaron a los ojos del toro! Ojos grandes, castaños y llenos de lágrimas, cayendo uno tras otro en tu camisa blanca. 

Papá! ¡Papá! –grite, intentando de sacar esta pinta horrorosa de tu cara. Pero solo me miraste, con estos ojos tan tristes.

Me escondí debajo del asiento, tapando mis orejas del espectáculo que continuaba sin pausa en el estadio. A todos lados, mujeres gritando, hombres chiflando, niños y niñas de menor edad que yo, riéndose de la tortura. ¡Ojos azules no pertenecen a un toro! Pero los picadores continuaban picando y las flores continuaban oliendo—de lirios, de caléndulas, de rosas amarillas. Cerré mis ojos y empecé a contar hasta cien.

De repente, no oí nada. Abrí mis orejas y pronto después, mis ojos. Salí de abajo del asiento. Todo estaba quieto en el estadio. El torero estaba parado en la plaza, con su capa roja colgando de una mano y la espada en la otra. Y frente de él, sangre roja pintando la arena tú.

– Sí, hija. ¿Y dónde estaba el toro?

– Ya no estaba allí.

– ¿Pero dónde se fue?

– No te puedo decir, papá. Se lo prometí que no se lo iba a decir a nadie. Pero cuando te vi allí abajo sabía que ese toro no iba a regresar.

– ¿Y qué paso después?

– Pararon a la corrida. Nadie quiere ver morir a un hombre. Yo bajé corriendo las escaleras y fuimos al hospital.

– Buena memoria, hija.

– Esto ha sido mi imaginación, papá. Nada más. Solo una pesadilla.

– Por supuesto, hija. Solo una pesadilla. Vamos a casa, ¿sí?

Y los dos se pararon de donde estaban sentando y caminaron a casa–lentamente por las cicatrices, que todavía estaban sanando.